El Caballero de la Sombra
Había una ciudad, hace cientos de años, donde el sol brillaba con fuerza. Todo era próspero. Había trabajo, familias unidas y calma en el aire. Un lugar donde se contaba una vieja fábula: la del Caballero de la Sombra.
Decían que surgía de una sombra en el suelo, portando una armadura que absorbía la luz. Brillante y pavorosa al mismo tiempo, como si no fuera humano quien la llevase. Siempre empuñaba un gran espadón negro, pesado como el pecado, del mismo material oscuro que su armadura.
Contaban que aquella figura desataba guerras, diezmaba pueblos, borraba ciudades enteras. Una historia que se transmitía de padres a hijos, generación tras generación.
Un día, sobre aquella villa, comenzaron a reunirse nubes negras. Y con ellas, llegó la gente mala. Hombres sin alma que robaban, mataban y violaban a su paso.
Durante un ataque, cuando un asesino alzó su arma para asestar un golpe mortal, una sombra surgió del suelo. Y de esa sombra emergió un caballero, como el de la fábula.
Su aparición fue instantánea: se erigió con la cabeza gacha y los ojos cerrados. El golpe del asesino chocó contra su armadura, partiendo la espada como si fuera de cristal.
Todos quedaron inmóviles, presos del espanto. El asesino, temblando, cayó de rodillas, rogando por su vida. El caballero no hablaba. No se movía.
Hasta que el asesino, desesperado, trató de huir. Fue entonces cuando el caballero alzó la cabeza. Abrió los ojos.
Y todo ser vivo en aquella ciudad sintió una profunda agonía.
El asesino corrió, o eso intentó, pero en el siguiente parpadeo el caballero clavó su espada en el suelo, y al parpadear de nuevo, el asesino y todo lo que había tras él desapareció. No quedó más que un charco de sangre y un hueco en la tierra.
El caballero ya no estaba donde estaba. Había aparecido detrás, con su espada aún en el aire, como si acabara de dar un tajo. Un instante después, su sombra lo tragó y se hundió de nuevo en el suelo.
Muchos pensaron que las nubes negras habían llegado por él, que la fábula había cobrado vida. Y aunque los ataques continuaron, nunca prosperaban: una y otra vez, aquel caballero aparecía, causando agonía con solo mirar.
Pasó el tiempo. Los malvados se fueron extinguiendo. Hasta que un día, el último de ellos levantó su arma, y como el primer día, el caballero apareció.
Erradicó el mal, pero algo fue distinto esta vez. Las nubes negras se disiparon, y el caballero no volvió a hundirse en su sombra.
Permaneció inmóvil, mirando los restos del asesino. Luego, con una furia silenciosa, clavó el espadón en la tierra, levantando una nube de polvo. Se arrodilló y se apoyó sobre su propia espada. Empezó a escupir sangre.
El silencio fue absoluto. Nadie entendía lo que ocurría.
El caballero se quitó el casco, dejando ver el rostro de un chico común, delgado, consumido, con heridas por todo el cuerpo y una mirada triste.
Pero al quitarse el casco, la agonía del pueblo se intensificó. Se quitó una hombrera, luego la otra. Los débiles y ancianos murieron al instante.
Cuando retiró la pechera, todos quedaron horrorizados por la sangre que emanaba de su cuerpo. Las piezas de la armadura se deshicieron en el aire, como polvo llevado por el viento.
Y su cuerpo, sin vida, se hundió en su propia sombra.
Desapareció como había llegado: de la nada.
Pasaron los años. El pueblo se repuso, aunque la memoria se fue diluyendo. Y con el tiempo, la gente volvió a corromperse. Olvidaron al caballero. Y como no aparecía, aprovecharon su ausencia.
Un día, un niño al que acababan de arrebatarle a su madre corría por el campo gritando de ira. De repente, una sombra surgió a sus pies, y de ella emergió el caballero. Sin el espadón, que aún seguía clavado en su antiguo lugar.
Con voz quebrada le preguntó al niño:
—¿Qué harás ante lo ocurrido?
El niño, llorando, respondió:
—Mataré al asesino de mi madre.
El caballero bajó la cabeza con tristeza y desaprobación. Luego desapareció.
Días después, el espadón había desaparecido. Y el cielo volvió a teñirse de negro.
Los animales huyeron. Y donde antes había una ciudad, días más tarde solo quedó una llanura vacía. Ni ruinas, ni cuerpos. Nada.
No fue destrucción. Fue silencio. Un silencio tan puro que el mundo olvidó cómo había sonado la vida allí.
La gente nunca entendió el motivo. Unos decían que era una deidad que destruía por placer. Otros, que hacía justicia aunque doliera. Pero nadie tenía razón.
El caballero no llevaba su armadura para protegerse de los demás, sino para proteger a los demás de sí mismo.
De su ira. De su tristeza. De todo el dolor que había sentido y visto.
Cuando se despojaba de ella, ese sufrimiento se extendía por el horizonte.
Aquel caballero estaba destinado a no morir jamás, a cargar con todo el dolor del mundo. Y aun así, siempre intentó hacer lo correcto.
Pero cuando vio que el pueblo no aprendía, cuando entendió que el mal volvía una y otra vez, decidió poner fin al ciclo.
Como si el mundo fuese un estanque en calma, y cada acto malvado fuera una gota que enturbiaba el agua, la corrupción se extendía sin fin.
Por eso lo borró todo. No por rabia. Sino por misericordia.
Porque comprendió que el mal no moría, solo cambiaba de rostro.
Y prefirió cargar él solo con la oscuridad, antes que dejar que se propagara de nuevo.